¿Habrá agua para todos y para todo?
El uso de agua sin restricciones ha crecido dos veces más deprisa que el aumento de la población en el siglo XX
El agua es un recurso particular. No solo porque es imprescindible para nuestra existencia y la de nuestro entorno sino porque al contrario del aire que respiramos o la energía que emite el sol se trata de un recurso finito que se renueva constantemente. El vaso de agua que ha tomado hoy es la misma agua que bebió un dinosaurio hace millones de años.
Es pues un recurso finito pero insustituible. Hay que repartirlo entre todos los que habitamos este planeta, seres humanos –cada vez más numerosos– y nuestro entorno natural, cada vez más deteriorado.
El ser humano utiliza para sí mismo, es decir, para uso doméstico, tan sólo el 11% del consumo total de este limitado recurso. Hay otro 19% que se emplea en la industria y en la generación de energía. El grueso de este preciado líquido, alrededor de un 70%, es consumido por la agricultura (en el más amplio sentido del concepto: incluye ganadería, piscicultura y silvicultura) y en algunos países dicho porcentaje alcanza hasta el 90% del uso total. En esos países –los más pobres– la mitad del agua empleada para la agricultura se pierde por evaporación al regar mientras que la otra mitad aplaca la sed de los campos de cultivo. La agricultura es, al mismo tiempo, causante y víctima de la escasez de agua. Los cultivos de regadío generan el 40% de las cosechas, pero es el sector sobre el que recae el 84% del impacto económico de la sequía.
El uso de agua sin restricciones ha crecido a nivel global a un ritmo vertiginoso: dos veces más deprisa que el aumento de la población en el siglo XX.Y cuando estamos a punto de entrar en la tercera década del siglo XXI, la presión demográfica, el ritmo de desarrollo económico, la urbanización, la contaminación y la pérdida indiscriminada de agua debida a una mala gestión están ejerciendo una presión sin precedentes sobre la principal fuente de vida del planeta. Si a esto le añadimos el fuerte impacto del cambio climático y la transformación de las dietas, –del consumo de cereales y tubérculos hemos pasado al de proteínas animales, que requieren diez veces más agua para su producción– el resultado es que en muchas regiones ya no es posible el suministro de un servicio de agua fiable.
Este último dato es el que nos debería preocupar más. La FAO prevé que la producción de alimentos a partir del riego crezca en más del 50% para 2050, pero la cantidad de agua extraída por el sector agrícola puede aumentar sólo un 10%, siempre que seamos capaces de utilizar el agua de forma sostenible y no como hasta ahora. Ese incremento, traducido en alimentos, significa que serán necesarias 1.000 millones de toneladas más de cereales y 200 millones de toneladas más de carne para cubrir la demanda.
Son cifras brutales: para producir un kilo de carne hacen falta 15.000 litros de agua. En 2014 se produjeron 314 toneladas según la FAO, es decir, que sólo en producir filetes se invirtieron casi 5.000 millones de litros de agua. Para producir un kilo de arroz hacen falta 1.500 litros de agua. En 2017 se produjeron 754 toneladas de arroz. Para producir un kilo de patatas bastan 150 litros, para uno de tomates 80.
El crecimiento constante de la población obliga a producir más comida mientras las señales de alerta del planeta piden reducir el impacto medioambiental de la producción de alimentos. Ese impacto se traduce, entre otras cosas, en la contaminación de los recursos hídricos. A la necesidad de producir más se ha respondido con un aumento de la irrigación. Según datos de la FAO, de los 139 millones de hectáreas irrigadas en 1961 se ha pasado a 320 millones en 2012. Además se ha intensificado el uso de los suelos, y la utilización de fertilizantes y pesticidas se ha disparado siendo hoy 10 veces superior a 1960. Eso ha provocado que las aguas subterráneas de los ríos y arroyos cercanas a las zonas de cultivo cada vez estén más contaminadas.
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