Agua fresca
El agua es un bien común; aunque no tan común, según vemos lo que en algunos lugares cuesta conseguirla. El agua es un bien escaso, aunque su definición incluya que es el componente más abundante de la superficie terrestre, que forma la lluvia, las fuentes, los arroyos, los ríos, los lagos y los mares y que es parte constituyente de todos los organismos vivos.
El agua pura –bien lo sabemos quienes en la escuela aprendimos la enciclopedia Álvarez de cabo a rabo- es incolora, inodora e insípida, propiedades bastante dudosas, sobre todo en la que anda por ahí suelta, que tiene que pasar por depuradoras antes de ser candidata a potable.
Se recomienda beber dos litros de agua al día. En el gimnasio vamos como sonámbulos de un aparato a otro, con toalla al hombro o al cuello y botella de agua en la mano. En el colegio, niñas y niños han dejado de formar colas y agolpamientos ante la fuentecilla del patio de recreo, porque todos disponen de una botella de agua, tan presente en su mesa como el lápiz, la goma y el sacapuntas (a veces, no, casi siempre, las botellas se vuelcan con el consiguiente alboroto. ¡Ea, ya tenemos motivo para interrumpir la clase!). Los presentadores de televisión aparecen bebiendo directamente de botellas rosas o azules, que dentro solamente tienen agua (supongo, porque a la vista de las cosas que allí ocurren y se dicen, cabría dudarlo). En la obra, los albañiles beben de una especie de bidones –creo que de cinco litros– que seguramente conservan el agua helada, pero son feos y antiestéticos hasta dejárselo de sobra.
El tradicional botijo de La Rambla, panzón, de barro poroso, asa en la parte superior, una boca para llenarlo y un pitorro para beber, ya no se encuentra más que en los museos de artesanía y en alguna casa castiza.
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