Historia

En épocas anteriores a que la Isla de Tenerife fuera colonizada, la población aborigen –los guanches– disfrutaba del agua que corría con variable abundancia a través de los barrancos, favorecidos por una generosa pluviometría y por el manto de nieve que cubre las cotas más altas de la Isla en los meses de invierno.

 Llegada la época posterior a la Conquista, la población tenía garantizada la disponibilidad de agua sin grandes esfuerzos y las expediciones hacia América encontraban en Tenerife un último punto de avituallamiento con el que continuar su navegación hacia el Nuevo Continente.

 El agua que nacía en las cumbres se vinculó desde las épocas iniciales a las tierras más bajas en las que empezaba a desarrollarse la actividad agrícola, una vez garantizado el abastecimiento a la población que siempre fue y es la prioridad.

 Se creó un binomio agua-tierra que fue reconocido desde los inicios, estableciendo un régimen de propiedad que pasaba de padres a hijos o que era objeto de transmisión entre propietarios.  Así se fue forjando una cultura del agua muy característica de las islas, conscientes de la limitación del recurso y de la necesidad de su mejor aprovechamiento.

 Las crecientes dificultades para acceder al agua, que inicialmente brotaba del terreno y que como consecuencia de la mayor demanda, necesitó de su búsqueda en el subsuelo mediante la ejecución de socavones con técnicas muy rudimentarias, fue creando la necesidad de regulación, adaptándose a una progresiva privatización del agua.

 La porción del agua de los heredamientos comenzó a tratarse libremente, transmitiéndose mediante venta, herencias o donaciones, sin vinculación a la tierra en muchos casos.  La regulación jurídica de estas transacciones en esta época se instrumentalizó a través de ordenanzas municipales.  Ello motivó la creación de la figura del Alcalde de Aguas, quien ejercía la conciliación en los conflictos que se producían.

 Con el paso de los años, el sistema se fue perfeccionando y autorregulando, estableciendo un sistema de reparto de aguas sobre el total –la gruesa– mediante turnos –dulas– que suponía el reparto proporcional del agua en función de la porción de propiedad que ostentaba cada titular.  Dichos repartos se hacían procurando el consenso entre sus receptores, dando origen a los canaleros o cañeros, encargados de distribuir el recurso a lo largo de las canales y acequias por los que discurría el agua hasta alcanzar su punto de almacenamiento o consumo.

 La pujante actividad agrícola impulsó la ejecución de obras para el aprovechamiento del agua subterránea, principalmente mediante la perforación de galerías que se adentraban en las entrañas de la tierra.   La intensidad de esta actividad de perforación variaba según la zona de la Isla, siendo más intensa en un principio en su vertiente norte, donde se concentraba la mayor parte de la población y de la actividad agraria; aunque posteriormente también fue objeto de obras de este tipo la zona Sur, ayudada por la construcción de canales que conectaban los puntos de alumbramiento y los de consumo con varias decenas de kilómetros de distancia entre ellos.

 La proliferación de obras de captación en la práctica totalidad de zonas de la Isla supuso también la extensión de la red de canales que permitían que el caudal principal -la gruesa- recorriera éstos, ramificándose por la red de bajantes y acequias que llegaban hasta los puntos más recónditos, garantizándose así el acceso al agua en cualquier punto de Tenerife.

 El perfeccionamiento en la forma de reparto y distribución de la gruesa fue conformando un argot propio para referirse al volumen de agua o el volumen de agua por unidad de tiempo: pipa, hilo de agua, azada o chorro, entre otras, aunque con matices en su acepción según zonas de la Isla.  De esta forma, aunque en toda la Isla se hace referencia a la misma medida, la pipa –equivalente a 480 litros-, el chorro identifica un caudal de 100 pipas/hora en el Norte, mientras que éste es de 60 pipas/hora en el Sur.

 Esta unidad de medida, la forma de reparto de las aguas y otras costumbres se han mantenido vivas durante siglos, estando hoy en día plenamente en uso al mostrarse como un eficaz sistema de funcionamiento del sector y sus mercados.

 El auge hidraúlico fue extendiéndose entre la población para proporcionarse el agua tan necesitada para sus quehaceres, valiéndose de su esfuerzo y contribuyendo colectivamente a través de las Comunidades de Agua, titulares de autorizaciones para el aprovechamiento de caudales en su zona de influencia.

 Durante el siglo XX se convirtió en una extendida fórmula de ahorro popular, permitiendo que se ejecutaran las obras con contribuciones económicas mensuales en función de su porcentaje sobre el total de la Comunidad; fuente de financiación para acometer todas estas obras resultado del esfuerzo privado y su posterior dinamización, una vez obtenido el éxito en la búsqueda –que no siempre fue así– mediante su compra-venta, intercambio o permuta en los mercados de agua, fuente de admiración para muchas instituciones como aspecto más relevante de asignación eficiente del recurso.

 Esta prolija actividad de la iniciativa privada en el agua ha perdurado hasta nuestros días, existiendo aún en Tenerife unos 30.000 partícipes, titulares de acciones de agua, distribuidas entre las 1.500 obras de captación que han horadado la geografía insular en todo su contorno.